En 1992 propuse como trabajo de obra una serie de pinturas, organizadas en polípticos, cuyo objeto de “estudio” eran los sitios eriazos de la ciudad de Santiago y la titulé Serie de los Eriazos.
Tomaba el eriazo porque era un paisaje que me impresionaba dentro de la ciudad, por su mudez, por cierta desolación normalizada. Por ser un residuo de la historia de los movimientos urbanos y en ese momento para mí, también residuo de una Historia (social, política, cultural y personal) confusa, oscura y no satisfactoriamente narrada o representada. En cierto modo presentía una historia incontable e irrepresentable en su complejidad.
Pero también el eriazo era un desafío para la pintura. Un paisaje atípico, pariente lejano de la ruina romántica, una ruina moderna sin pena ni gloria que colinda con el basural espontáneo. Una contradicción moderna más.
Pintar el sitio eriazo era difícil. No tenía hitos visuales importantes, excepto en sus límites topográficos y en algunos objetos degradados visualmente, que servían para “armar” el primer plano y, con esto, la ilusión pictórica de la tridimensionalidad. Su color podía desafiar, incluso, al registro fotográfico que yo realizaba: una monocromía gris, de un gris sordo y neutro, que teñía a todos los elementos que estaban en el sitio. A su vez, este mismo gris se desparrama por toda la ciudad, apareciendo cuando no ha sido radicalmente cubierto por otra superficie.
Año de publicación: 1997